La leyenda de los 30.000 millones

Cuentan los rumores que el Gobierno pidió consejo a uno de sus organismos –el Instituto de Estudios Fiscales– para abordar la reforma de la Administración. Cuentan que hizo la pregunta del millón –¿qué coste tienen las duplicidades territoriales?–. Y cuentan que el estudio duerme el sueño de los justos. ¿Cuál era la mítica cifra?

Quienes cuentan el rumor señalan que hay formas de saber con concreción el coste de las duplicidades. Y apuntan que esa cifra puede acercarse a los 30.000 millones anuales.

Hoy el Gobierno lanza una batería de medidas para reducir los inútiles costes que ciudadanos y empresas pagamos con nuestros disparatados impuestos. Unos tributos que han seguido una escalada enloquecida con el fin de alimentar a una nutrida colección de inútiles burócratas empeñados en que los contribuyentes estén al servicio de la Administración en vez de la Administración al servicio de los contribuyentes. Y la pregunta del millón, porque no puede ser de otra manera, se torna en saber si el plan del Gobierno conseguirá acabar con este nuevo modelo de esclavitud, basada en la confiscación de bienes privados para el mejor engorde de nuestros más incapacitados políticos.

El Ejecutivo asegura que el ahorro en esta legislatura fruto de las nuevas medidas y de las emprendidas desde 2012 ascenderá a 37.620 millones. Incluso concentrando su efecto en 2014 y 2015, la media anual rondaría los 18.000 millones. ¿Es poco? No. Eso es evidente. ¿Pero es suficiente para eliminar la sangría pública? Parece obvio que tampoco.

Pero, al margen de las cifras es, quizás, cuando se observa la condicionalidad de esta reforma, cuando mayores dudas surgen. Porque el núcleo de sus efectos se apoya en el control autonómico. Y es precisamente ahí donde el plan muestra su mayor debilidad: sólo se pondrá en marcha si las autonomías lo aceptan, cuestión que rechazan abiertamente Cataluña, Andalucía, Asturias y País Vasco y que muchas otras mastican con rechinar de dientes. Y si ese bloqueo lleva a una negociación –que lo hará– la cifra de recorte aún se alejará más de la sangría territorial real.

La Ley de Estabilidad Presupuestaria marcó el camino. Ese camino se llama artículo 155 de la Constitución: la amenaza de asumir aquellas competencias autonómicas que se desarrollen en contra del interés general. Y será la voluntad política de aplicarlo o su inexistencia la que decida el triunfo sobre el despotismo territorial. No es cuestión de anuncios. Lo es de decisión.